Andrés Laguna-Tapia
Publicado en el periódico Opinión el 10 de marzo de 2024
Sobre ‘Los viejos soldados’, la nueva película del cineasta boliviano Jorge Sanjinés, que aún se exhibe en cines del país. En Cochabamba se proyecta en los cines Sky-Box y Prime Cinemas
Se sabe que la Guerra del Chaco es uno de los grandes y más visitados temas del arte en Bolivia. Generalmente, se la ha tratado siguiendo dos enfoques: el relato bélico en el que se muestra el valor de los combatientes/el horror del conflicto o, por otro lado, el enfoque pseudosociológico que repite la tesis que reza que nos descubrimos como país en esas trincheras. La más reciente cinta de Jorge Sanjinés y del grupo Ukamau, Los viejos soldados, continúa con esa tradición, pero es algo más. Es una obra antibélica y una reflexión sobre la constitución de la Bolivia contemporánea, pero también es un sensible y crepuscular relato sobre la amistad, sobre la condición humana y sobre el rol del arte. Es una película que en ciertos aspectos es absolutamente previsible, como casi todos los relatos sobre el Chaco, pero sus momentos memorables son escenas, secuencias, resoluciones que son iluminadoras.
La primera parte de Los viejos soldados, al igual que grandes películas como Apocalypse Now de Coppola, Novecento de Bertolucci, Tierra y libertad de Loach o No man’s land de Tanović, gira en torno a la naturaleza absurda y deshumanizada de toda guerra. En el caso de la obra del grupo Ukamau, se lo hace tratando algunos de los tópicos más significativos del siglo XX en Bolivia. La escena en la que un soldado boliviano toca la concertina para los paraguayos y, cuando termina ellos lo aplauden, no solo revela la posibilidad de reconocernos en el que supuestamente es el enemigo. Extraña película bélica, en Los viejos soldados la verdadera batalla no se libra contra el soldado paraguayo, sino contra las élites dominantes y las corporaciones multinacionales que impulsan el conflicto, así como contra nuestros traumas históricos. El frente enemigo no está en el Chaco Boreal, sino donde están los que explotan a sus semejantes.
Un gran lugar común de los comentarios sobre cine en Bolivia es ese que critica al cine de Jorge Sanjinés y del grupo Ukamau por su ingenuidad moral o por lo que algunos llaman maniqueísmo (utilizando el término de manera antojadiza). Sin embargo, en Los viejos soldados, se nos ofrece una visión matizada de sus personajes principales, no son indios buenos y blancos malos. Tanto Guillermo como Sebastián son falibles y redimibles, ambos son capaces de salvar y de sacrificarse por el otro. En el contexto de un país marcado por desencuentros, Sanjinés evoca la gran promesa de esos viejos soldados: la necesidad imperante de seguir buscándonos unos a otros, con la esperanza de que reconocernos a pesar de las dificultades.
Aunque se ha acusado a esta cinta de paternalismo, seguramente, se lo hizo porque la amistad que guía el relato, la de Guillermo y Sebastián, comienza cuando el citadino salva al indio. Creo que el paternalismo justamente está en esa mirada, en esa percepción. Pues más allá de que Guillermo a lo largo de la cinta haga el gran viaje iniciático, el que lo hace descubrir y adoptar a lo aymara como propio, se olvida que también Sebastián obra milagros: ayuda a su amigo a escapar de una condena de muerta, a sobrevivir al clima del Chaco y le permite descubrir la riqueza del mundo andino. Este Sebastián, como el de La nación clandestina y como el más famoso Sebastián de la historia del arte, el santo medieval asaeteado, frecuentemente emerge como un mártir, como un sacrificado por el bien común. Aunque no está despojado de falencias y pecados, de tentaciones, está abierto a su semejante y a la reconciliación.
Algo que resulta fascinante es que Guillermo y Sebastián son chullas, no exactamente en el sentido que le dio Jorge Icaza al termino, pero son seres incompletos, arrojados en la incertidumbre. Guillermo, aunque tiene privilegios raza, ha perdido los económicos, los de clase. Sebastián, aunque hace parte de su comunidad y habla aymara, buena parte de sus años fundamentales los pasa en la ciudad, una constante en su vida. Al igual que el otro Sebastián de la obra de Sanjinés, vuelve para irse, algo dentro de él, consciente o inconscientemente lo expulsa del lugar al que se supone que pertenece. Es quizás en el encuentro con el amigo, con el semejante, que esa condición de estar incompleto parece desvanecerse. La búsqueda de la yunta se impone como una condición de destino.
Por otro lado, algo que se debe mencionar es que las películas de época, especialmente las bélicas, a menudo utilizan diálogos y leyendas excesivamente explicativas y didácticas, lo que desde algunas perspectivas se considera una debilidad cinematográfica, pues el cine muestra, no dice. Sin embargo, en el caso de Los viejos soldados, esta elección creo que no se debe a la negligencia o al simplismo. Cuando menos, desde El coraje del pueblo, Sanjinés y el grupo Ukamau han defendido un cierto tipo de cine ensayo, que propone que una de las misiones fundamentales del arte es educar. Recuerdo que hace años, un cineasta amigo que colaboró en una de sus recientes producciones del grupo me comentó, casi con preocupación, que Sanjinés se comporta como un abuelo ansioso porque los jóvenes desconocen a sus próceres y su historia. Ese gesto es revelador. El horror y lo intolerable, tanto en Revolución como en La nación clandestina, se mostraba con la forma de ataúdes de niños, esa me parece una muestra de que el cine de Sanjinés es de ensayo, tiene un objetivo racional, pero es estético y emocional, en gran medida gracias a la colaboración de la bella fotografía a cargo de César Péraz. Desde mi perspectiva, el cine de Ukamau siempre ha sido arte sensible.
Las películas de Sanjinés comparten con el resto del cine boliviano que muchos de sus personajes, principalmente los urbanos, pronuncian diálogos extremadamente impostados y poco naturales. Hay algo de lo que estoy convencido, cuando los bolivianos penetramos en la escena pública, por mucho de que no hablemos ninguna otra lengua, el castellano se nos hace difícil, casi extraño. Hablar para quienes no pertenecen a nuestro círculo más o menos íntimo o a nuestros próximos se convierte en una tarea parecida a calzar zapatos pequeños. Hasta los actores más mediocres de las más mediocres producciones de los grandes servicios de streaming son naturales, en cambio, nuestros actores más legendarios rara vez lo son. Quizás, el diálogo impostado no se debe a que el cine es banal, sino a que tiene un alto componente de ritualidad.
Los viejos soldados quizás no es tan certera como pieza de atracciones, de mero entretenimiento, aunque su disfrute no es difícil. Aunque algunos maestros rusos y Hollywood nos repitan que el cine es evasión, realizadores como los del grupo Ukamau nos recuerdan que el cine puede ser todo lo contrario. Permite recordar que más allá del truco y la ilusión, una obra fílmica te obliga a reflexionar sobre el aquí y el ahora, sobre el yo y, por supuesto, sobre el nosotros. Para entrar en la película que no tiene ni el diseño de producción ni el trabajo de ambientación de una gran producción de época comercial, el espectador debe ser activo, debe implicarse y comprometerse con la obra. Quizás eso no es fácil, pero, cuando se logra, la experiencia fílmica abre posibilidades significativas. La cinta se convierte en una experiencia personal y transformadora.
Si el arte fuese un deporte, una competición de algún tipo, quizás sería una falencia no performar como lo hacen los dominantes, pero, aunque se quiera estandarizar lenguajes, debemos resistirnos a que el cine sea una mera industria. Las defensa de técnicas y formas diversas debe ser una consigna. Quizás los públicos masivos no se conmuevan tanto con propuestas que eluden los modelos comerciales, pero en lugar de tratar de imitar a esas películas, nuestra tarea debería centrarse en reeducar miradas, en alimentar otras sensibilidades. Los viejos soldados es una oportunidad de reconciliarnos con un cine más cercano, para asumir que debemos hacer el esfuerzo por encontrar a nuestro semejante. En un país en el que los desencuentros parecen definirnos, la promesa de los viejos soldados es que no debemos dejar de buscarnos, que, aunque nos cueste reconocernos, tarde o temprano nos fundiremos en un abrazo de reencuentro, no meramente de reconciliación, sino en la posibilidad de sentirnos completos.